– Se nos
fue a Rincón de los Sauces.
– Bueno,
no es tan lejos. Encima hay laburo.
– Justamente. Es que no queremos que trabaje. Tiene 16 y está en
tercero industrial. Queremos que vuelva. Por eso estamos acá. Nos
dijeron que es un detective serio y responsable.
– Y no cobro por recibir piropos. No entiendo por qué nos van
Uds.
– Porque lo pondríamos en una situación difícil. Como quién va
a buscar a su pibe a la salida del baile, a las 12 de la noche.
– Baile. Hacía rato que no escuchaba el término. O sea que
prefieren que lo secuestre.
– ¡Cómo que lo secuestre! Que lo traiga. Que lo convenza. Que
haga como que no lo convenza y que viene por propia decisión.
Nosotros le dimos tiempo. Esperamos casi tres meses a que tome
conciencia y vuelva.
– Más que un detective, lo que Uds. necesitan es un equipo de
sicólogos de campo. Y una red tipo medio mundo, por las dudas.
Ahí la vieja se me largó a llorar, y el viejo puso cara de “no
lloro porque soy macho”. Yo puse cara de esperar que la vieja se
deshidrate. Habían llegado temprano a la oficina. Como quién espera
que el comercio levante las persianas para ser el primer cliente. Así
fue. Tuvieron que esperar adentro de su Renoleta Furgón 4 modelo 75
recién salida de fábrica, mientras yo terminaba de barrer el
boliche. Venían recomendados por un amigo lejano, víctima de mis
fechorías.
Cuando el matrimonio de unos sesenta largos se normalizó, seguimos
la entrevista. Acepté el caso a cincuenta y cinco por día. Tuve que
aumentar por el tema de la inflación. Les pedí una foto. La misma
que tuve que seleccionar entre las trescientas veinticuatro que me
habían llevado, demostrando cierta pericia en esos temas. O que
veían bastante televisión. Les prometí discreción, rapidez y
eficiencia sin violencia. Lo de sin violencia me salió solo.
Tal vez para estar a tono con el reclamo de la sociedad toda en este
punto. Incluyendo a los que la ejercen.
No pude no observarlos cuando la renoleta se perdía calle abajo, a
ritmo parejo y sin levantar tanta tierra como los coches de ahora.
Tal vez estaba cansada de levantarla en los años que pasaron. Me dio
cierta nostalgia. Mejor dicho, mucha nostalgia.
Rincón es un campamento apócrifo. Un campamento que, como su nombre
lo indica, deber estar presto a mudarse cuando la cosa se acabe. O
sea con esa forma de precariedad estudiada, comodidad relativa,
problemas expuestos y obvios pero tolerados. Total, ya vamos a partir
cuando la cosa se acabe. La cosa es el petróleo y el gas. Aunque el
común de la gente sintetice en petróleo a secas. Y no se acaba. No
en el tiempo pensado que justificaba esa volatilidad. Así que el
viejo cemento, el hierro torcionado del 12, y el ladrillón
patagónico, vino a anclar a los trashumantes al desierto ahora
constituido en área, locaciones y picadas. La colonización
petrolera en el lenguaje es menos conocida pero igual de contaminante
que la otra.
Trabajé un par de años largos en estas latitudes. Hace ya demasiado
tiempo atrás. Como todos los viejos acepto y hago mía la idea de
que entonces los veranos eran más calientes y los inviernos más
fríos. Sabiendo que es mentira, claro. Es la religión de las
costumbres. Y un poco de chochez, también. No me cuesta mucho
reencontrarme con este pueblo. La plaza está igual. Las calles de
tierra apenas cedieron un par de pavimentos. Las cuatro por cuatro no
te dejan cruzar las calles tranquilo. Las chicas del cabaret salen a
comprar gaseosas a las once del mediodía. Los mamelucos
multicolores, algunos con las banderas de sus países en las mangas,
pululan en las calles con la premura que exige la histérica
explotación del hidrocarburo que dios nos puso a un par de miles de
metros abajo. Hay más casas, el hospital es más grande, veo más
chicos en guardapolvos y eso está bien. Buen síntoma. No voy a ir a
mi viejo taller, por si me ofrecen trabajo. En cambio voy a una
escuela técnica que parece recién pintada. Por algún lado tengo
que empezar. Y me gustan las corazonadas.
Prescindiendo de la maldita arena que en Rincón se te mete hasta
debajo de las pestañas, y que en el colegio invade constantemente
los pasillos y las aulas, el lugar está perfectamente mantenido. Se
respira un aire saludable y pujante, con notas a aceite quemado de
los talleres y a viruta de lápiz y tiza. Una escuela. Paro un profe
al azar. Tiene unos veintidós años y cara de “trabajo en Rincón
porque me la banco”.
– Busco a este pibe –le muestro la foto del evadido del hogar
sonriendo despacio – me dijeron que estudia acá – improviso.
– ¿Tiene nombre? –no le quiso evitar la crítica socarrona a la
pregunta.
– Tiene. Pero como la imagen está de moda… Se llama Andrés
Camino, y anda por los dulces dieciséis.
– A ver…tercero. Tenés que dirigirte a los talleres de allá al
fondo. Preguntá por la profesora Inés. Es la más vieja acá. Ella
te va a atender.
El tuteo me molestó, pero no dije nada. Concesiones a la juventud.
Si Inés es la más vieja debe andar por los treinta. Además no
termino de deducir si este flaco conoce o no al que estoy buscando.
Prefiero creer que sí, y me la patea afuera por oficio. Antes de que
se vaya del todo, le arrojo la pregunta por la cabeza.
– ¿No te interesa saber por qué lo busco?
– Prefiero no interferir con problemas policiales.
– ¿Tanta pinta de botón tengo?
– Y…un poco sí. Pero no es por la pinta, es por la
circunstancia.
– Y cual es la circunstancia.
– Andrés es el presidente del centro de estudiantes. Recién
electo. Pero no tenemos el 0800.
Antes de llegar “al fondo” indicado me encuentro con una pintada
en varios colores que dice: Andrés es el Camino. Restos de campaña,
inocente juego de palabras o inicio de una nueva religión. Y de qué
confesión estaríamos hablando.
Inés andaba por los treinta, no más. Pero es de ese tipo de
maestra-profesora que puede tener los años de Sarmiento y uno no se
da cuenta. Su entidad puede más que su ser. Me salió una frase
difícil. Quiero decir que en estos casos uno entiende por qué la
educación pública no se fue definitivamente por el drenaje, como
dicen los yanquis. Y por qué nunca se va a ir. Lo del “apostolado”
le queda incompleto. Lo de heroína se acerca más. Y eso que hace
veinte segundos que la conozco. Es por la mirada. Te dice que está
dispuesta a darlo todo por los pibes. O sea por la educación de los
pibes, que podemos darlo en este caso como sinónimos. También puede
ser por la forma en que te da la mano. Debe ser el agua de Rincón.
– Me dijeron por celular que Ud. está buscando a Andrés. –el
profe flaco tampoco estaba dibujado. – ¿Es el padre?
– No, pero sería interesante. Vengo de parte de los padres.
– Es curioso, Andrés nos dijo que sus padres vivían en Canadá.
¿Lo mandaron desde allá?
– No. Lo nuestro se circunscribe a Villa Ceferino, Neuquén. Pero
no hay problema, en realidad el único mandato paterno que traigo es
el de hablar con el pibe. Siempre que eso no constituya delito.
– Callar constituye delito.
Se me quedó mirando de arriba abajo. Por la posición de sus pies,
tranquilamente podía aplicarme un cross de derecha al mentón. Por
lo que di, instintivamente, un paso atrás. Pero no lo hizo. Decidió
perdonarme la vida.
– Ya se lo llamo. ¿De parte de quién?
– Bodoque Fernández, detective de barrio.
– Debe ser una broma.
– Sí, lo es. Pero tiene una musicalidad bárbara.
Creo que ahí la conquisté. Se fue con una cálida mirada de
fraternizar fieras del desierto. Pensé que en ese colegio todos los
masculinos estarían enamorados de ella. Y un par de femeninos,
porqué no.
Me entretuve mirando los escritos y dibujos en las paredes. Tenían
algo que no me cerraba. No era de los que se escriben a las tres de
la mañana después de una noche de juerga. Ni a las apuradas en el
recreo mientras el campana no da la voz “ojo que viene la
preceptora”. Estaban demasiado bien perfilados con gran despliegue
artístico. Con colores jugosos. Y decían cosas como: No guardes tu
imaginación en la heladera. No me quiero bajar del mundo. Defendamos
a la ballena franca y a la mentirosa también. Y otros.
– Fue un concurso de graffiti.
La profe Inés apareció a mis espaldas. Es de esas personas que
parece que no tienen otra cosa que hacer que hacerlo con vos. Todo el
tiempo de que se trate.
– ¿Y quién ganó?
– ¿Y por qué tiene que ganar alguien?
– Porque así parece que el resultado va a la nota. En mis años,
los graffiti no se llamaban graffiti, eran pintadas, a secas. Y si te
agarraban en eso te daban con un caño. Pintar era luchar.
– Buena percepción. Para la próxima lo vamos a tener en cuenta.
Andrés ya viene.
Dijo eso, y el pibe apareció en el pasillo. Flaco, alto y tan
desgarbado como un chico de dieciséis puede disimularlo. Me saludó
con la mano de lejos. Parecía conocerme de siempre. Pinta de tío,
tengo. El tío Bodoque y su sobrino el prófugo. Inés se retiró
subrepticiamente y nos dejó solos. Una lástima.
– Tus viejos están muy preocupados.
– Estaba esperando que hicieran una movida como ésta. Sabía que
no les daba para venir ellos directamente.
– Mirá, mejor caminemos un poco. De paso miro todos los dibujitos
que hicieron. ¿Participaste?
Andrés se sonrió como un adolescente, sin molestarse en ocultar los
pedacitos de factura que tenía pegado en los dientes. Me hizo un
ademán señalando hacia adonde caminar. El pasillo parecía un museo
en desarrollo. Había un mural con las banderas de todos los países
de Latinoamérica. Algunos eran mamarrachos, que querían ser
mamarrachos. Tal vez un par que chorreaban una libido que se me
antojó poco pedagógico. Hasta que llegamos al dibujo-graffiti de
Andrés.
– ¿Te gusta?
Sobre la pared blanca había un hombre de tres metros, pintado. Era
El Eternauta. Surgía en medio de la nevada mortal. Por el óvalo de
su máscara, su determinación mordía. Asoma su fusil a la espalda y
camina hacia delante. Una leyenda atraviesa oblicuamente, todo el
dibujo. Tiene la forma de un sello, y está estampado en rojo. Dice:
PROHIBIDO QUEDARSE QUIETOS. Alguien había firmado por Andrés, sin
su autorización.
– ¿Sabés de qué se trata?
– Lo adiviné en los sesenta, cuando empezó a salir. Lo viví en
los setenta. Pero recién ahora lo entiendo un poco más. Decime,
Juan Salvo, ¿tenés que venirte a Rincón para hacerte el Eternauta?
¿Qué pasa con tus viejos? ¿Qué onda, Loco?
– Mis viejos son de La Cámpora.
– ¡¿Tus viejos, de la Cámpora?! ¡Si tienen más de sesenta años
cada uno!
– De ésta Cámpora, no. De la verdadera. De la del Tío. En esa
época estuvieron hasta las manos. Zafaron de pedo. Se exiliaron,
etc.
– Sí, mejor dejémoslo en etcétera. ¿Y qué pasa, tienen miedo
de que a vos te pase lo mismo?
– Me revientan siguiendo mis pasos por todos lados. Con quién me
junto. Que éste tiene pinta de milico. Que aquel otro es un burgués.
La hija de ese burócrata en esta casa no entra. Y dale.
–No entiendo. ¿Son o no son?
– Ese es el problema. Ellos dicen que son, que siguen
siendo. Pero conmigo hacen que yo les tenga bronca. ¿A vos te
parece que esa es la manera de que yo abrace su misma causa? O
cambiaron la causa, o no quieren que yo la tome. Una de dos.
– ¿Ellos están militando en algo, ahora? Qué sé yo, van a las
marchas y toda esa meresunda.
– No entendiste, Viejo. Ellos están dibujados. No van ni a la
esquina. A lo sumo chamullan en el mercado, ella, y en la oficina,
él. Y eso cuando pasa algo grosso. Lo que sí, se gastan puteando
como locos frente a la tele. Para colmo se les da mirar
exclusivamente los canales gorilas. Dicen que es para mantenerse
entrenados. Pero, moverse, lo que se dice moverse, sólo para ir al
baño. La vez pasada me peleé un poco y les dije que pensaba que
ellos estaban de vuelta. Que así no se hace la revolución. Que yo
les iba a mostrar.
– Jaime Ros a eso le dice “la vida pide cuero”.
– Debe ser. Con mi novia decidimos venirnos a Rincón, a la casa de
sus viejos. Mejor dicho de su vieja, que es viuda. Y remacanuda. Y
buena cocinera, además. Hace las mejores empanadas de la Patagonia.
Las que vendo en el cole y en todos lados. De alguna forma hay que
ganarse la vida.
– ¿Qué me contursi?
– No te sigo. ¿Qué, qué?
– No, que está todo bien. Tenemos que hacer un curso acelerado de
diplomacia barrial. Hay que hacer que tus viejos, sin dejar de ser
camporistas, no se pasen a la reacción y manden un avión no
tripulado con misiles para volar este colegio y aledaños. La que se
me ocurre es la de tu novia, que por supuesto ellos no saben que
existe. Podemos decirle que estás por formar una familia. Eso
ablanda a las viejas, por lo menos.
– Cuando sepan que me eligieron presidente del Centro de
estudiantes, se van a morir.
– No te vayas a creer. Estaban preocupados en que dejaras la
escuela. Ya te veían sacando petróleo a los baldazos. Hagamos un
trato. Vos te caes por tu vieja casa de Neuquén con tu novia y algún
regalito de ocasión. Charlan tranquilos y negocian.
– ¿Negociar? ¿Qué podemos negociar?
– ¿Qué NO se puede negociar? Visitas de ida y vuelta. Que
conozcan a tu suegra y sobre todo que conozcan a Inés. ¡Ah! Y que
vean tu ópera prima.
– ¿Ópera qué?
– No te digo, la educación es un desastre. Volvieron a sacar latín
del programa de lengua.
– En serio, Doña. El pibe está extraordinariamente bien, gordito
y limpito. En serio, Señor, hacía tiempo que no charlaba con un
joven tan maduro para su edad. Lo que pasa es el amor. Acuérdense
cuando ustedes tenían su edad. Acuérdense del primer metejón.
Tiene ganas de presentárselas, pero le da un poco de vergüenza.
Creo que lo convencí de que la traiga para el próximo domingo. En
el cole está entre los primeros. Y gran dibujante, también.
– ¿Dibujante?
– Sí. De los que dibujan su vida y la de los otros para que la
miseria se borre de la faz de la tierra. ¿A quiénes les hace
acordar?
– A tantos, que no se puede contar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario