miércoles, 25 de julio de 2012

Los vengadores del asfalto



Renault 12, atado con alambre del malo, cruza semáforo en rojo, atropella una piba con su hijito adentro de un cochecito, regalo de navidad. El coche, no el hijo. La gente no sabe qué hacer. Son las siete de la mañana. Los milicos no figuran, deben estar en cambio de turno, tomando mate, es un decir. A la gente de la parada del cole parece no interesarle demasiado. Algunos coches esquivan la situación como para no llegar tarde al laburo. Viste.
Estoy parado a media cuadra, y tomo coraje y carrera. Llego justo cuando el chabón se baja del 12 como viendo para dónde va a rajar. No tiene pinta de interesarse por las víctimas, porque arranca justo para el lado opuesto al desastre. Alcanzo a ponerle el botín 44 de seguridad justo en el esternón, onda kung fu. El ñato putea. Ahora el timbo le da justo en el medio de la mandíbula. Pienso que no podrá decirme nada.

Hecho sublime. De esos que te cambian para todo el viaje.

Aporta un milico de civil, pero bien podría ser un acomodador de cine con la linternita en la mano. Quiere enfocarme aunque el sol salió hace rato y la única tiniebla la debe tener él en el bocho. Un par de viejas de la parada dicen que el chabón es un hijo de puta. Pero lo dicen desde la parada cosa de no perder el turno por si viene el cole. El milico llama a no sé quién. La piba madre está bien y su hijito podría estar mejor, pero parece que no va a pirar. Igual le van a tener que regalar otro cochecito.

Todo bien. Me voy silbando bajito por las calles del señor. A nadie parece interesarle. A mi tampoco.
Cuento en el laburo. Un viejo me dice: hay que matarlos a todos. No aclara a todos quienes. Lo debe hacer a propósito. Pienso: todos es todos. Esa noche se produjo la síntesis (la palabra es prestada). Un flaco me había visto esa mañana y me viene a felicitar. Me dice: para la próxima ya somos dos. Dos para qué, le digo. Para patear culos rotos. No era un culo roto, apenas un 12 mal atado. Pero manejaba cuatro ruedas, lo mismo que un mercedes. Bueno, te aviso.

Esa noche me parece que tuve un sueño. Sueño que tengo una bazooca, no de esas que te muestran en la guerra de Irak, sino las de antes, de la última guerra. Ultima, es un decir. Era un fierro pesado y grande y ruidoso y la pegaba siempre. Le estoy apuntando a una camioneta que está estacionada donde dice NO ESTACIONAR por el tema de los discapacitados, y que tiene el dibujito que todo el mundo entiende. Una doble cabina petrolera. El chabón está abajo, con la puerta abierta, hablando por celular, seguro que con su novia, por la forma en que se menea sobre los pies. Le pego en todo el frente y vuela incendiada por los cielos. Tanto que nunca cae. Le doy tan bien que ningún otro auto cercano sufre consecuencia. Cuando me despierto todavía tengo olor a pólvora.

Me quedo pensando con los mates de la mañana.

martes, 10 de julio de 2012

Bodoque Fernández: detective de barrio



Lo primero fue poner el cartelito. Dice lo que dice el título de esta nota. Para qué repetirlo. Lo del nombre en otro momento lo aclaro. El cartelito está en azul sobre negro, y no se ve bien. Pero brilla. Como no tengo oficina pienso atender en el patio, debajo del sauce. Desde la reposera. Tomando algún aperitivo. Tarde o temprano va a tener que caer alguien.
Y cae alguien.
Es una vecina jubilada, como yo, que hasta ahora no me saludaba. Siempre anda con sus benditos perros atados del cogote. Golpea las manos como pidiendo permiso para entrar pero ya estaba adentro.