domingo, 16 de septiembre de 2012

Cuando la rosa no tiene nombre


– Soy un cornudo.
– Hay males peores. Las guerras, y esas cosas.
– Se ve que a Ud. no le pasó.
– Mejor no me haga acordar.
El diálogo atípico se desarrolla en la entrada del cementerio de la ciudad. El despechado es un jubilado jerárquico petrolero. Que ya es mucho decir. No sé cómo seguir la charla. Si seguirla. El hombre insiste, tanguero.
– Vea Ud. Don Bodoque ¿así se llama ahora, no? Uno llega a viejo, enviuda, y de repente se entera de la gran novedad.
– Me parece que me perdí. ¿Ud. primero enviudó y después se encornudó?
– Le hago una consulta como Dios manda. O sea que lo estoy contratando para que me averigüe los detalles. Si bien no puedo encarar la reparación, siempre me puedo enterar los detalles tan necesarios. Como que sin ellos, no se puede certificar el hecho. ¿Me entiende?
– Más o menos.
– Lo vengo a saber ahora. Para más datos en el cementerio –cabecea para el interior – Es como dice el dicho: uno es el último en enterarse. Y en el último lugar.
– Si me lo cuenta desde el principio se lo voy a agradecer.
El hombre se acomoda la ropa tirando a cara. Se preparara para emprender un largo viaje. O un viaje desagradable. Prefiere sentarse en una montañita de ladrillos sobrantes de vaya a saber qué emprendimiento. No lo acompaño por cábala. Me cuenta lo siguiente:
– Mi señora se murió hace un año. Va para trece meses. Todavía era joven. Me dio tres hijos que ahora son grandes y cada uno se fue para donde le marcó el destino. Allá ellos. Pasamos una buena vida. Eso creí hasta ahora. Al principio venía casi todos los días. Limpiaba la lápida, barría las hojas. Lustraba la cruz y la foto de ella. Como estoy jubilado me tomaba mi tiempo. Después, fui aflojando un poco: venía dos veces por semana. A pesar de que vivo cerca, que sé que no tiene nada que ver. Bueno, al año sólo los domingos. Lo que sí, me paso casi toda la tarde. Me dije que para compensar mis ausencias traería el ramo de flores más lindas y grandes. Lo hice. Para el otro domingo traje un ramo que parecía de un cumpleaños de quince. Todo bien. O casi.

 
– Lo agarró la helada.
– Ojalá. Ese domingo tuve un accidente. Perdí las llaves de casa. Así que volví al cementerio, por si se me habían caído ahí, con el trajín de la limpieza. ¿Con qué me encuentro? En vez del ramo que hacía menos de una hora había dejado, había una rosa. Un sola y roja rosa ladeada en medio de la lápida. Miré para todos lados, pensando que se trataba de un error. Ya casi no había nadie. Caía la tarde. Pensé en hablarle al encargado. Pero me arrepentí en seguida. Se me puso que era como comprometerlo. Ud. debe saber que acá se corren todo tipo de bolas respecto a los negocios paralelos que hacen los muchachos. El afano de flores es uno de ellos. No el más morboso, pero sí rentable. Además me puse contento porque encontré las llaves. Domingo siguiente: nueva rutina. Nuevo ramo, esta vez, no sé, las até más fuerte, como pensando que de esa forma no desaparecerían. Repito todo como fascinado. Me voy y vuelvo de sopetón a la media hora, casi corriendo. ¿Qué puedo encontrar? Otra rosa roja, en lugar de mis flores.
– Demasiada casualidad.
– ¡Vamos hombre! ¿Y usted es detective? Eso no es casualidad ni por donde se lo mire. En ese momento pensé en recurrir a un detective. Quería saber qué estaba pasando pero manteniendo todo en privacidad. Yo me entiendo.
– Yo también.
– Me dijeron de un tal Bodoque. Pero algo me picaba en mi interior. Era yo quién tenía que averiguar qué carajo estaba pasando. ¿Qué pude haber hecho? Esconderme entre las tumbas no es lo mío. Lo encaré al encargado de la tarde. Un hombre que parece más jubilado que yo. Le explico que quiero que me vigile las flores. Que qué pasa después que me retiro los domingos. No le aviso nada de las rosas, por las dudas.
– O sea contrató a un detective trucho.
– ¿Qué podía hacer?
– ¿Si se le rompe la cerradura Ud. contrata a un ebanista?
– Mire, acá lo importante es lo que pasó después. El encargado cumplió. Habíamos quedado de vernos en un boliche en la Combate de San Lorenzo, la Yapa.
– Sí. Ahí van los enterradores turno noche.
– Me dijo que lo había visto todo.
– Panóptico el hombre.
– Ni bien me iba yo, aparecía un ñato. Mis flores no se las llevaba. Directamente las tiraba al tacho. Después se hincaba de rodillas en la tumba de mi mujer, recitaba no se sabe que boludeces, dejaba la rosa, besaba la lápida y se iba rápidamente. Yo me quedé congelado. Le pagué unas copas al encargado y le rogué que al próximo domingo hiciera lo mismo. Me pidió unos mangos. Le dije que sí.
– No sé por qué recurre a este servidor.
– Porque el encargado se dio vuelta.
– No me diga nada, arregló con el otro por el doble de lo que Ud. le había ofrecido. Es un clásico en el oficio.
El sujeto, devenido cliente, se paró con cierta perplejidad. Se sacudió metódicamente las posaderas del pantalón. Era un maniático con la ropa. Todavía se tomó otro minuto para decir:
– Quiero saber todo. Ud. me entiende. Quién es quién. Le puede parecer desproporcionado. Pero así no se puede vivir.
Pensé en agregar “ni tampoco morir” pero a último momento me pareció tirado de los pelos. Así que dije:
– Son cincuenta por día. Gastos emergentes aparte. Y una última pregunta: ¿de dónde saca Ud. que su mujer le metía los cuernos?
– Podría decirle que soy un celoso incorregible. Pero no es cierto. Nunca pude serlo. Pero sí soy racional al mango. Digo que me metía los cuernos, porque es la única respuesta lógica a este ridículo episodio.





El lunes aprovecho un entierro para mandarme adentro del cementerio. Algunas personas mayores lloran en serio y otras no tanto. Tengo los datos de la ubicación de la tumba de marras. Así que después de merodear un rato por entre los deudos, me voy caminando despacio hacia mi objetivo. Lo logro con algún costo. Es desesperante lo parecido que son las tumbas. Habría que sacar una ley que prohíba la muerte. La lápida de la finada está básicamente limpia. Después de todo la arena en Neuquén no puede ser considerada basura. Es más, creo que la arena ayuda. En fin, basta de filosofía que estamos trabajando. Trazo las perspectivas de rigor y encuentro un buen lugar donde eventualmente apostarme si la acción pasase por ese lado. También ubico la casita del encargado, a quién no le envidio la changa. Por hoy demasiado, para la edad que tengo. Me voy silbando bajito. Al salir me encuentro con otro cortejo que, como se sabe, viene solo de ida. Tengo que apurarme a llegar a casa, por las dudas. No tendría que haber agarrado el caso.
La semana pasa tranquila. De vez en cuando me asomo a la puerta del cementerio, como para perderle esa “cosa”. De paso me familiarizo con algunos personajes del ambiente. Uno es el encargado todo terreno, que debe creer que me estoy transformando en un feligrés de ritos fúnebres. Otra es una florista, gorda y amable, vestida con todos los colores del arco iris como para ahuyentar pálidas grises.
– ¿Y, cómo va el negocio de la flores? –pregunto simulando estar aburrido.
– Mientras la gente se siga muriendo, bien.
– Claro. No me refiero a la parte económica, exclusivamente. Por ejemplo ¿Ésta es la época de la rosas? –estoy un poco corto con la parte introductoria de charlas.
– No todavía. Además las rosas están muy caras. Yo las vendo sólo por pedido.
– ¿Y tiene muchos pedidos?
– ¡Oiga! ¿Qué es Ud. un detective?
– ¿Cómo se dio cuenta? No corra la bola.
Tengo que ponerme las pilas. Éste escenario no ayuda. Para no perder por goleada le compro un par de claveles a la gorda, que me los vende con desconfianza.
Adentro tardo un poco en dar con el encargado. Está charlando con unos monos vestidos con mamelucos con palas en las manos. Prefiero creer que se trata de los jardineros. Cuando se desocupa me atiende.
– ¿Otra vez por estos lados? Parece que le pegó fuerte lo de las costumbres funerarias.
– Es que estoy escribiendo una nota y no me sale lo que tiene que salir.
– ¿Por ejemplo?
– Qué sé yo, anécdotas, por ejemplo. Tiene que ser algo que ablande la idea de la muerte como la nada, como la angustia suprema. Algo que realce este lugar con tan mala chapa. Todavía no se iluminó la cabeza.
– Le puedo dar una mano. Siempre que tenga algún tipo de consideración para con este servidor.
– Si es plata estamos muertos, con perdón por la redundancia.
– Si se trata de un artículo para la prensa, me conformo con que salga mi nombre destacado de alguna manera. Una fotito, al menos.
– ¿Con la pala al hombro, por ejemplo?
– Mejor pregunte lo que vino preguntar. Porque Ud. tiene que estar detrás de algo. Tan papafritas no soy.
– El ñato de las rosas. El que tira las flores que deja el marido y pone su rosa pelada. Señas particulares visibles. Domicilio, etcétera. Ojo, sé que transó con Ud. Tampoco soy tan papafritas. Hace mucho que no escuchaba esa expresión.
El encargado mira para todos lados, como chequeando que no hay oídos curiosos. Se tira para atrás el ridículo sombrero de paja en señal de franqueza. Escupe el piso de tierra con pocos escrúpulos. Y dice:
– El tipo está enamorado. O sea no es que estuvo enamorado. Ahora sigue enamorado. Esas cosas pasan. No me parece bien que la gente se meta en el medio.
– Pero le parece bien hacerse unos mangos con el caso.
– De algo hay que vivir.
– No me diga nada porque lo puedo ofender en eso de la palabra empeñada. En cambio anótemelo en este papel. –le estiro mi libreta pringosa de apuntes y un lápiz fáber partido al medio.
El encargado lo piensa un poco, como para disimular. No parece tener una personalidad demasiado consolidada. Después empuña el papel y el lápiz como si fuera un martillo y un cortafierro. Moja con saliva el lápiz, como para que quede claro. Y escribe.
Después no le doy las gracias y me voy sin silbar bajito.




Son las nueve de la noche. De hoy, lunes, día equívoco si lo hay. El edificio tendría que haberse construido en Buenos Aires. Demasiados pisos en zona de desierto. Toco el Sexto A. me contesta el graznido de un portero eléctrico.
– ¿Quién? – una voz plagada de estática y tristeza.
– Vendo rosas rojas baratas.
– ¿Rosas?
– Sí, dejo a domicilio o en tumba.
Silencio de radio. Tendría que usar el plan B. Pero en ese caso tendría que tener un plan B. La noche está fría como para esperar demasiado. Por suerte alguien sale del edificio y me cuelo con gran profesionalismo. Me mando al ascensor. Es una pecera que sube hasta el sexto. Los cristales me dicen que para el próximo caso me tengo que afeitar y vestir como la gente. Llamo al “A”. Nadie atiende. Llamo de nuevo. La cosa se repite tres o cuatro veces. Si estuviese compenetrado del papel estaría calculando patear la puerta. Pero está demasiado metido en la fábula. Sigo siendo un detective de barrio. Justo cuando estoy por hacer el camino al revés, la puerta se abre. Aparece una cara barbuda, pero con poco pelo arriba. Con lentes colgando de la nariz y una bufanda de lana de esas que tejen las madres.
– No quiero rosas. –dice tratando de anticiparse.
– Tampoco yo. Quiero la precisa.
– No lo voy a hacer pasar. Mi esposa está adentro.
– Hagamos de cuenta que soy el portero del edificio. Que le estoy pasando un chisme solo apto para adultos.
El tipo sale del todo al pasillo. Está vestido con unos pijamas pasados de moda. Y alpargatas de las que se usan en el campo.
– No tengo nada que declarar.
– Yo no soy la justicia, precisamente. Sólo me interesa conocer un par de datos. Sabe de qué le estoy hablando. Ud. comete un acto cercano al ilícito. Reemplaza flores a los muertos. Dígame, lo escucho.
Se calza los lentes como para hablar mejor. Espía hacia adentro del departamento desde donde sale la estridencia de un televisor vacía-cabezas. Se acurruca en el pijama. Debe pensar si no sería mejor taparse con una frazada.
– María siempre fue mi verdadero amor. Fui su amigo de toda la vida. De ella y de Martín, su marido. Es más, trabajé con Martín en YPF durante casi treinta años. Sus hijos y los míos son inseparables. Pero nunca le dije ni le insinué nada. Traté, pero no pude. Durante los años juveniles le escribía cartas de amor, clandestinas y anónimas. Y nunca percibí algún cambio de conducta de ella, en el sentido favorable. Lo mío era una derrota segura y anticipada. Un par de veces estuvimos en situaciones propicias. Durante unas vacaciones en la montaña quedamos aislados con María un par de días.
– ¿Y?
– No pasó nada. La mía era una barrera infranqueable. Creo que en el fondo ella se daba cuenta, pero me dejaba correr como si se tratara de un perrito faldero de esos que ni siquiera necesitan una correa al cogote. Para colmo, ya de grandes, nos veíamos casi todos los fines de semana. Hasta llegué a pensar que Martín también lo adivinaba. Y lo gozaba.
– Ya que estamos: ¿y por casa?
– La Zule, mi mujer…ella lo supo antes que yo. Pero a su vez estaba recontrasegura de que yo no daría un paso por fuera del reglamento. Me tiene más manyado que el tango la comparsita.
– La verdad, estoy desorientado. No entiendo qué pasó, con la rosas y esa historia.
– Pasó que por esas cosas de la vida fui el último que habló con María. Ud. no sabe lo repentino de su muerte. La habían internado por una cuestión menor, algo así como un estudio. Todo estaba normal. Martín estaba en el campo trabajando. Todo el mundo en lo suyo. Al punto que fui yo quién se encargó de llevarla a la clínica, hablar con los médicos y ayudar en todo el papeleo previo. A las dos horas me llaman desesperados. Querían hablar con un pariente. Pariente. Yo era lo más parecido que había a kilómetros a la redonda. Se estaba descompensado minuto a minuto. No sabía qué hacer. Llamé a medio mundo, pero no servía de nada. Al final pude hablar con ella. Paradójicamente estaba radiante. Parecía una princesa. ¿Sabe qué me dijo?
– No quiero imaginarlo.
– Que le jurara que nunca me iba a olvidar de ella. Que se lo jurara. Le dije que sí. Me dijo que cómo. Le dije que la llevaría a París. Me dijo que no sea tonto. Le dije que le haría mil poesías. Me dijo que yo sólo escribía números. Le dije que le llevaría rosas. Entonces se puso a llorar.
– Y se murió.
– Si.
– Pero se tardó un añito en cumplir su promesa. Siempre lento el hombre ¿no?
– Uno es como es. El tiempo es algo atroz.
Desde adentro del departamento venía un olor a papafritas que no hacía juego con la historia. La parafernalia del televisor aflojó unos pocos segundos para que se escuchara un “¡Vamos a comer! ¿Qué cornos estás haciendo afuera?” en un registro más cercano al tenor que al soprano. El hombre no pudo evitar un estremecimiento. No pudo o no quiso. Debe ser lo mismo. Los hombros se le plegaron, las piernas cedieron un poco, las manos se le escondieron. Sin amagar un saludo de despedida se introdujo en su casa como si se sumergiera en una ciénaga. Antes de que cerrara la puerta alcancé a gritarle en sordina que se tomara un descanso de un par de meses. No contestó. No lo vi más. Tampoco sería necesario.



– El tipo es un enfermo.
– Eso es muy general.
– Es una enfermedad morbosa con connotaciones funerarias. Son fantasías de alguien que se cree una especie de ángel. El sujeto es conocido en éste y otros cementerios de la zona. Deja flores, improvisa cruces y escribe largos salmos que cuelga en los árboles. Hablé con los siquiatras que lo atienden. Dicen que no hay nada que hacer. Mejor dicho, que no conviene hacer nada. Que es pacífico y no jode. O jode poco, que no es lo mismo. Pero si lo compara con los que joden en serio, queda claro que la mejor terapia es hacerse los boludos.
– Curiosa terapia. ¿Se puede saber quién es el sujeto?
– Conocerlo le va a resultar difícil. Los loqueros lo amenazaron con encerrarlo y manguerearlo con agua fría. O algo parecido. Es muy probable que se le pase.
– ¿Y por qué se la agarró con la tumba de mi señora?
– Alguien le dijo que la finada había sido reina de la Patagonia.

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