domingo, 26 de agosto de 2012

El caso del fantasma aparecido



Podía estar golpeando las manos toda la mañana que no la hubiera escuchado. No sonaba. Parecía las alas de un gorrión. La vi de casualidad. Medía un metro veinte, máximo. Tengo que poner un cartel que diga “Toque el Timbre”. Y poner un timbre. Salgo.
– Ave María purísima.
– Sin pecao concebida.
Se nos dio por lo clásico. La mujer es una gaucha de las pampas. O de los cerros, que no es lo mismo.
– ¿Qué se le ofrece?
– Vengo a contratarlo. Mi marido apareció después de nueve años.
– Se tomó su tiempo.
– Estuvo muerto.
– Entonces su marido es un fantasma.
– Mi marido trabajaba en la represa del Pichi Picún Leufú. Se cayó al río en pleno invierno y nunca más apareció. Hasta ayer a la noche. La gente de la represa y de la policía, me parece, lo anduvieron buscando como dos semanas, esa vuelta. Pero nada. Hasta cortaron el río, para que baje el agua y aparezca el cuerpo. Dos veces cortaron el río. Pero nada. Será que el finadito andaba con el mameluco térmico, botines y todo eso. Porque de saber nadar sabía nadar.
– ¿Será el mismo?
– Está un poco más gordo, pero le puedo asegurar que es mi marido. Habla igual, se ríe igual, camina igual. Y, bueno, hace todas las cosas que hacía antes, igual. Es mi marido, no más.
– ¿Y cómo dice que resucitó?
– Él dice que está en el gran negocio. Que en pocos días más, o sea cuando se cumplan diez años de aquella fecha, se va a dar el gran negocio. Se refiere a la paga del seguro. Cuando pasó la tragedia y tuve que hacer todos los papeles, no pude cobrar un peso, porque me dijeron que mi marido no estaba muerto sino desaparecido. Que el seguro pagaría recién a los diez años. Vea Usted.
– Mucha plata, me imagino.
– Eso no sabría decirle, habría que averiguar. ¿Pero al seguro mejor no decirle nada, no? ¿Ud. que piensa?
– Si me lo pregunta como cliente, es una cosa. Si me lo pregunta como una persona de la calle es otra. Elija.
– Como clienta.
– Los del seguro son unos reverendos hijos de…Dejémoslo ahí. Mejor no avivarlos de la resucitación. No sólo no pagarían un mango, hasta le pueden hacer juicio.
– ¿Entonces?
– Entonces, qué. Vaya y cobre la plata que mal no le va a venir. ¿Tiene hijos?
– Tres con el finadito, dos después. Estamos un poco pobres, pero somos muy honrados y gente de trabajo. Y no sé si estaría bien hacer eso.
– Ahora le digo si está bien. Pero antes quiero sacarme la intriga: ¿Dónde se metió el finadito todos estos años? ¿Qué le pasó, chocó contra una piedra y perdió la memoria?
– ¡Qué va a perder! Se pasó pa’l otro lao. Se me fue a Chile, con unos parientes. Ahí estuvo trabajando en el campo. Dice que no me mandó a avisar porque yo “iba a meter la pata”.
– Ahora le digo si está bien. No, no está bien. Está requetebién. Una pa’ la justicia. Lo que no termino de entender es qué quiere que haga yo.
– Tengo miedo que el finadito me deje sin un cobre. Ud. tendría que acompañarme a cobrar la plata. Pero además Ud. tendría que hablar con él. No sé, arreglar algo. No amenazarlo al pobre, que también pasó lo suyo. Pero ¿cómo dicen los pibes?
– Marcarle la cancha. ¿Y los dólares?
– Póngale mita y mita.