viernes, 7 de septiembre de 2012

Bodoque y los amores del azar


Esta mañana de domingo recibo una extraña comunicación. Por debajo de la puerta en forma de tarjeta. Soy ajeno a las tarjetas desde que rompí con Papá Noel. La abro y dice que esta noche me esperan en el Casino Ludogic. Viene a nombre de Bodoque Fernández. Se está haciendo popular.

Me empilcho, pero de sport. No se puede ir en una Siambretta 125 de traje. Llego a la hora. Me ubico en la mesa de Black Yack que dice la nota. Cambio cincuenta pesos en fichas que pierdo en dos pases. Debo tener buena suerte en el amor. Cuando me estoy por retirar una voz atrás mío le dice al pagador que tengo crédito. Aparece como por encanto una ficha de cincuenta. Insistí, me dice la voz. Juego y, claro, gano. Recupero y voy cincuenta arriba. Es un día de trabajo. Ahora sí me retiro.
– Primero lo primero – me espeta el ñato vestido como para casarse por la iglesia – el punto cero es la total confidencialidad.
– Mi nombre completo es Bodoque Confidencial Fernández.
– Eso nos dijeron. Por eso lo llamamos. Esto no es cosa de la policía. Fíjese que tampoco es cosa de la seguridad interna.
– Ni de la Gendarmería. Es la fuerza de moda. Además no estamos en la frontera. ¿O sí?
– Más o menos. Desde el punto de vista de los negocios puede ser. Los casinos son una especie de templo de la vida, porque el azar es la vida. Claro, ganamos guita a paladas, pero en la sana especulación que todo está en manos del azar. Algunos consideran que es una especie de dios en minúscula. Es la idea que mantiene todo en equilibrio. Si hay otro peso, aunque sea el de una pluma en la otra parte de la balanza, el equilibrio se rompe.
 
– Digamos una pluma que quiera contra restar la tonelada de plomo del otro lado.
–Más o menos. Para simplificarlo e ir al grano: hay una mina que nos afana. O sea hay un montón de gente que nos afana. Usted no se da una idea de la lucha que tenemos.
– Me imagino, es como los supermercados.
– Más o menos. Pero este caso es especial. Nos afana, pero por derecha. O sea, gana. Siempre gana. Esta vieja nos tiene podrido de ganarnos en la ruleta.
– Se está llenando de guita. Y no me responda más o menos.
– No tanto. Lo suyo está en el primer nivel. Yo diría dentro de los trescientos pesos por día. Más o menos.
Me lo quedo mirando. Todavía tengo las dos fichas de cincuenta en la mano. Vendrían a ser dos días de trabajo. ¿Quién se puede molestar si apuesto? Aparte de mí. Y dentro de todo el ñato Másomenos no me cae del todo mal. Hace cuarenta años podría haber trabajado en una película de James Bond. Como dije no tengo nada que perder.

 
– ¿Qué tengo que hacer? Menos levantármela, todo es posible.
– Tiene que descubrir cómo lo hace. Sabemos que nos roba pero no cómo lo hace. También sabemos quién es el cómplice: un crupier veterano a punto de jubilarse. Desde cierto punto de vista es quién más nos interesa descubrir. Aunque tengamos que mantenerlo en secreto.
– Como el banco con un empleado chorro.
– Sabemos que no son parientes, al menos cercanos. Pero está claro que el ilícito se produce con los dos presentes en la mesa de ruleta.
– Le tira los números a los que ella juega.
– Mejor véalo usted mismo. La función está por empezar: en cinco minutos arranca el turno de Malatesta, así se llama.
– Si es descendiente de aquél, está claro para donde patea. Pero dejémoslo ahí. Una pregunta ¿por qué no le anticipan la jubilación o lo sacan de ese puesto?
– Conocimiento. El casino quiere conocer todos los trucos.
– O sea los trucos de la contra. Porque los trucos del casino están más remanyados que el tango La Comparsita.
– La asistencia no es obligatoria.
– Más o menos. Si la gente fuera feliz no jugaría. Mejor dicho jugaría pero no por plata. Hablando de plata: mis honorarios son cincuenta por día. Taxis aparte. ¿Cuál es la mesa?
Vamos a la mesa. Está llena de gente. Un primer círculo de los más enfermos. Un segundo círculo de los incrédulos. Y un tercero de escépticos e inocentes. Mi llegada es festejada por un “cero” que deja desacomodada a la concurrencia. El cero es la nada. Dos o tres amigos, vasos con algo amarillo adentro, juegan por inercia. Cuando es así, ganan. Los borrachines ganan. Está escrito. Un matrimonio de jubilados debate sordamente en qué lugar del paño depositar sus exiguas esperanzas. Pierde siempre. Dos o tres jóvenes debutan estrepitosamente. Y un señor con varios anillos de oro, embelleciendo dedos que apenas logran sostener grandes cantidades de fichas con los colores más caros y exclusivos. Este tipo apuesta maniáticamente a los mismos números. Tapa el paño con sus fichas. Pierde como un perro, gana como los dioses. No hago la estadística.
Una mujer de unos sesenta años espera escondida entre la jauría. En ese momento cambia el crupier. Sale un flaco alto y entra un gordo bajo. Debe ser una broma. El gordo tiene que ser Malatesta. Como al pasar fija la vista en la mujer que le devuelve un rayo invisible de humanidad. Embalado como viene tira un 32 rojo, par, mayor, tercera docena, segunda columna. Perdón por la obviedad pero no todas las personas son ludópatas. Lo agarra medio mundo. Es un clásico. El gordo paga cansino, como si la plata no fuera de él. Después tira un uno y revienta al mismo medio mundo. Una de cal y otra de arena. Un inspector con cara de velorio observa los mínimos detalles. Pienso que es de oficio, porque, como se sabe, desde el techo filman en cinemascope. No me queda del todo claro qué estoy haciendo en este lugar. Soy demasiado pichiruchi para meter el diente en este asado. Otro cero. Debe estar practicando. La veterana no se mueve de entre las sombras. El Malatesta tira, la vieja se zambulle y pone una ficha en el 26 negro. ¿Qué sale? Negro el 26. A cobrar. El gordo crupier arroja las próximas cuatro bolas produciendo un desparramo total en la ficción. Sin ton ni son, escucho de un amargado apostador al lado mío. Este gordo está en pedo, acota otro. La quinta bola está en camino cuando la misma señora que nos preocupa llega hasta el paño a empellones. Deposita una ficha celeste de diez pesos en el 26 negro. Adivinen qué sale. Negro el 26. Son trescientos cincuenta machacantes. La ganadora cobra, deja para empleados, y media vuelta march. Hasta la caja no para. Cambia fichas por plata, guarda los billetes violetas en su pecho (probablemente use corpiños antiguos a prueba de manotazos) y se retira a toda honra. Debe estar redondeando los seiscientos pesos. Más o menos. Esta reflexión me hace acordar a alguien. Levanto la vista y me lo tengo a diez pasos. Ojos interrogantes pero serenos. Le pego un cabezazo.
– Sabe qué número va a salir. Mejor dicho, sabe qué número está tirando su crupier amigo del alma. El ñato se lo tiene que indicar.
– Hasta ahí ya llegamos nosotros. Se trataría de avanzar –dice, delicado, el funcionario casinal – razón por la cual Ud. amigo Bodoque se encuentra en estas cómodas instalaciones.
– No me apure si me quiere sacar bueno. No creo que la casa se funda por este fenómeno.
– Tampoco yo. Pero no es un fenómeno: es un ilícito. Con dos culpables.
– Todo el mundo es inocente hasta que no se demuestra lo contrario. Es vox populi.
– Piense un poco. Si quiere le paso las cintas. Vuelva mañana igual que hoy. Siempre pasa a la misma hora. ¡Ah! Y tómelo como un desafío. A no ser que le guste que le tomen el pelo.
– Si le digo lo que me gusta no me va a creer. Dejémoslo ahí. Mañana será otro día. Y las cintas son para los desmemoriados. Lo tengo todo acá.
Me toco el bocho. Y me voy. Cuando estoy afuera me acuerdo que todavía tengo las dos fichas de cincuenta en el bolsillo. Pesan una tonelada de pura expectativa.


II


Mientras desayunamos con la Negra, le comento lo mínimo indispensable. Quedamos en el secreto procedimental. Palabra difícil, si la hubiera. Pero más que nada le digo porque no sé para donde salir corriendo. Orgullo aparte.
– Lo hacen por amor –dice la Negra mientras le pone mermelada a la tostada – mandate por ese lado que la vas a pegar.
En fin. En todo el día no se me ocurre una idea como la gente. Me hice detective para defender la ley. De qué ley se trata es otra historia. Podría ser que en este caso se esté apelando a alta tecnología. Especie de rayos, o magnetismo, u ondas subsónicas, como en las películas. Algo que explique cómo cornos la bolilla cae en el 26. También pienso que fracasar de vez en cuando no viene mal. Debe fortalecer el espíritu. Después de todo vengo perdiendo las últimas cuatro décadas. Por lo menos. Antes no, porque cuando se es joven es imposible perder.
Así armado, esta noche me dirijo en mi Lambretta hacia el templo del mal. No veo a mi cliente por ningún lado. Paseo un poco por entre las mesas de póquer. No entiendo cómo pueden decir que es mejor que el truco. A la mesa de dados ni llego porque nunca pasé del nivel de la generala.
Hasta que los integrantes de esta historia nuevamente hacen contacto. Misma pilcha para la señora, mismo equipo para el pagador. Solo un día más viejos. El gordo empieza tirando exclusivamente bolas que van del 1, negro, al 12, rojo. O sea tira puras primeras docenas, en una mesa en que casi todos juegan segunda o tercera. Suele suceder. Pienso por qué no aprovecho para volverme rico. Y me extraño que los varios giles que me acompañan no piensen lo mismo. Es un milagro pero al revés. La ruleta es así. Es un espejismo real. Sin embargo la mayoría prefiere ignorar la lluvia de primeras. Ganancia para la casa. Nuestra señora espera. Tiene la fichita en la mano, como acurrucada. Me concentro en el crupier. Tira otra primera pegajosa. Hasta que se produce el hecho. El gordo se toma el lóbulo de la oreja derecha. Una, dos veces. Es una señal. Tira la bola que sale disparada en sentido contrario a la rotación del disco numerado en colores. La mayoría de los apostadores, resignados, optaron sabiamente por la primera docena. La bola va perdiendo inercia rápidamente. Cuando elude los diamantes el gordo reza ronco y fuerte el famoso “No va más” que tanto aportó a la cultura de los argentinos. En ese exacto momento la señora arroja su ficha celeste de diez que cae en el cuadrado correspondiente al número 26, negro.
– Negro, el 26. Un pleno.
Lo que pasa después es rutina. La señora cobra las fichas por valor de trescientos cincuenta pesos; deja para empleados; cambia fichas por violetas; mete los violetas en medio de sus pechos; sale rauda del establecimiento. Absolutamente nadie ha notado algo fuera de lugar. Menos el cliente que esta vez me ve de más cerca y más duro.
– ¿Ypa? – dice enigmático y conciso.
– Lo tengo. –pensaba decirlo para mis adentros, pero me traicionó la vanidad.
– ¡Aleluya! ¿Cómo hacen? ¿Podemos proceder a detenerlos?
– Tendríamos que reinventar el Código Penal. No comenten ningún delito. Simplemente han descubierto la fórmula de la suerte. No toda la suerte, sino ese pedacito. Toda la suerte que cabe en una sola bola. Y sale. Él lo sabe y ella también. Justo en el mismo momento.
– No entiendo nada. Esto no tiene que ver con la suerte y todas esas boludeces. Está hablando con el dueño de la suerte. Sé lo que digo. Acá hay trampa, viejo.
– ¿Sabe lo que hay acá? Amor. Los viejos están enamorados. Tenía razón la Negra. ¿Nunca escuchó que el amor todo lo puede? Acá tiene una muestra. De la mano del amor de vez en cuando sale el 26. De la mano del amor el otro (en este caso la otra) deja una fichita en ese preciso lugar, en ese preciso momento. Dicen que Cupido tiene una puntería bárbara.
– Estás despedido, Cupido. Cobrate con la ficha que te tiré la otra noche.
– Mejor guardátela –se la revoleo onda parábola mística – a ustedes les hace más falta que a mí.




Salgo del antro. Los tacheros hacen el aguante a los ganadores. Los perdedores se van a pié. No lo puedo creer, un chofer fantasma sale a mi encuentro.
– Bodoque Fernández. –me dice.
– Mudo Scaniadua. –le digo.
Charlamos un buen rato porque no tenemos nada que hacer. Más que charlar. Él deja caer los clientes. Yo, algunos recuerdos.
En una de esas se me prende la lamparita. Debe ser alguna reacción química tardía. O lo que comúnmente se llama una corazonada.
– Mudo, haceme la gamba.
– Como en los viejos tiempos.
A renglón seguido le explico mi plan. No es nada del otro mundo. Pero me va a ayudar a dormir. Las cosas por la mitad me dan dolor de cabeza. Y no me van a decir que eso del amor no es algo a medio hacer.


III


Hoy es el día después. Mejor dicho la noche después. Me instalo a la salida del casino, en la puerta principal. Me pongo detrás de un macetón. Es ridículo pero efectivo. La gente debe pensar que tengo frío. A cincuenta metros espera ruidoso el 47 de Scaniadua, con el capó levantado para disimular. El que espera desespera. Pero la señora sale, presurosa. Me le coloco atrás y le mando una seña a mi amigo el tachero. Viene raudo pese a las protestas de sus congéneres, puteadores por oficio. La del 26 sube al dunita 47. No sabe donde se está metiendo.
Una hora después, me encuentro con Scaniadua en un bar del centro. Antes de darme el informe nos bajamos tres cervezas. Hay que combinar trabajo con diversión.
– ¿Dónde la llevaste a la vieja?
– Acá tenés la dirección anotada y todo. No te podés perder. Es una casa bacana, en el bajo. Le tiré algunas ondas, como para soltarle la lengua. Soy un tipo de iniciativa. Pero lo único que le saqué es que es hincha de Talleres de Córdoba. Que no sé para qué te puede servir. ¡Ah! Y que es viuda. Y no maneja. O sea, prácticamente nada. La verdad es que no sabía qué cornos preguntarle.
– Scania, acá el detective soy yo.
– Todos los tacheros somos un poco detectives.
Con esa jugosa sentencia me voy tranquilo a mi morada. Le digo a la Negra lo que le disparé a mi último cliente, el estirado. La historia de Cupido, su teoría conspirativa.
– ¿Y qué te dijo?
– Me despidió.
– Es que la guita ningunea al corazón.
No le comento la última parte de las acciones, por una cuestión de cábala. Y de secreto del sumario. Duermo como un bebé. Sé que estoy en el camino correcto.


La casa es realmente bacana. Está cerca del río, que se siente en el aire. Llamo a la antigua, golpeando las manos. No me convencen los porteros eléctricos. Sale una señora que no es la que busco. Me va a preguntar qué vendo.
– ¿Siiii? –para mí que no se animó.
– Busco a la dueña de casa. ¿Se encuentra?
– ¿De parte de quién?
– Dígale de parte del Negro Veintiséis.
El ama de llaves desaparece detrás de una puerta grande como la del Purgatorio. Pasan cinco minutos y la puerta de abre.
– Pase. –su fuerte no es la oratoria.
Paso. Y sí, la casa es más bacana por dentro. Parece que el casino aporta lo suyo. Sentada frente a un escritorio de madera noble, está la señora del casino. No se para cuando me ve.
– ¿Lo manda el Ludogic?
– A mi no me manda nadie. El verticalismo me subleva. Vengo por la mía. Casi por deporte.
– No me resulta lógico, pero todo puede ser. ¿Qué quiere saber?
– ¿Ud. está enamorada de un crupier gordo y pelado, que todas las noches le tira por lo menos un 26, negro?
Ahora sí la señora se para lentamente. No es parcimonia. Está pensando. Repensando. Hasta que larga la carcajada.
– ¿Enamorada? ¿A mi edad? ¿Y con un gordo pelado? Por favor. ¡Ojalá! ¿De dónde sacó semejante disparate? –y después, con menos jovialidad – ¿Ud. cómo sabe esto? ¿Me está siguiendo? ¿Cómo supo dónde vivo?
– Menos pregunta Dios y tampoco perdona. Dígame sí o no y me voy en diez segundos.
– ¿Qué quiere probar?
– Una teoría que tiene mi compañera. Dice que Ud. gana a la ruleta porque está enamorada del ñato que tira la bola. Que el amor los conecta. Y por el mismo precio otra cosa: ¿Por qué se conforma con tan poca plata? Podría llenarse de oro.
– Envidio la teoría de su señora. Pero no. Lamentablemente está errada. Y la plata no me interesa. ¿Conforme? Le quedan cinco segundos.
– Dije cual era la teoría de La Negra. Ahora le voy a decir la mía.
Tengo que ganar tiempo para sanatear. No tengo ninguna teoría. Por suerte la señora me interrumpe.
– Soy licenciada en estadística, ingeniera de sistemas. Tengo una tesis de grado sobre el cálculo de posibilidad.
– ¿El gordo es el decano de la facultad?
– No. Es parte de la ecuación. Tiene que ser siempre la misma persona. Con su misma modalidad y rutina. En este caso amasada con su falta de interés y mecanicismo. Me llevó tres años de estudio y cálculo el temita este del 26. Con el cero fue un fracaso. Con la sucesión de terceras lo mismo. Le confieso que lo saqué casi por casualidad. Y con el apoyo inconciente del crupier. Tendría cierta lógica que estuviera enamorada de él. Pero lo más cerca de mi enamoramiento es con la ciencia.
– En este caso vendría a ser con Ud.
–En cierta forma. Reproducir el hallazgo me halaga. Las ganancias del casino van a parar a la capilla de la otra cuadra.
– Hay que andar bien con todos los poderes.
– Por las dudas. ¿Va a hacer algo al respecto? Me disgustaría empezar de nuevo en otro lugar.
– Quédese tranquila. Soy un profesional. Despedido. A lo sumo le voy a preguntar qué número va a salir en el gordo de Navidad.


FIN








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