domingo, 16 de septiembre de 2012

Tenemo un referi que es una maravilla


La canchita está en el corazón del barrio. Fue creciendo de un potrero, sin arcos ni límites claros. Se ensanchó, apareció milagrosamente la cal, y un buen domingo de primavera, debutó como cancha según las reglas del Marqués de Cantebury o alguien parecido. O sea una cancha para once por lado, arcos de fierro y, en torneo como la gente, con redes y todo.
Y referí.
Que de eso se trata este caso de Bodoque Fernández.

Los muchachos enfundados en sus camisetas a furiosas rayas negras, blancas y rojas, pantaloncitos negros y botines color barro, se apearon elásticos de una camioneta desastrosa frente a mi humilde morada. Pensé en poner un cartelito que dijera “Descuentos por grupo” pero de puro escéptico no lo hice. Éste era el caso.
– Che Bodoque –me grita el que seguro es el centrofobal (ignoro si todavía ese puesto sigue donde debía) – nos podés atender, tenemos un problema.
Son seis o siete pibes de entre quince y dieciocho años. Vienen de la cancha y pareciera que se trajeron un pedazo cada uno. Están sudorosos y exaltados.
– Muchachos, si es cosa de deporte sonamos. Nunca me llevé con las pelotas. No sé ni jugar a las bolitas.
– Es el caso de un afano. –este debe ser el arquero, por la pilcha de negro.
– Ya sé: perdieron siete a cero.
– No viejo, no ese tipo de afano.
– Les robaron las camisetas, las pelotas, qué sé yo, las banderas.
– Tampoco.
– Se me terminaron las calidades del afano.
– Nos quieren afanar el campeonato. –finalmente el que habló es el líder – el próximo domingo termina el torneo. Nosotros vamos a la final contra los del barrio General Mosconi, que antes se llamaba Villa Chupilca.
– ¿Quiénes somos nosotros?
– Los Vengadores del Afalto.
– ¿No es con “ese”?
– Para nosotros es Afalto, como suena. Es otra historia. Pero eso no calienta. Lo que hoy nos enteramos posta posta, es que hay una mano para chorearnos la copa. Porque que el domingo los que ganamos somos nosotros, no hay otra. Los otros son troncos, llegaron comprando partidos. Tenemos la precisa que van a poner a un árbitro que nos va a tirar para atrás. Encima traen a la yuta para que no lo reventemos a patadas. Está todo cocinado. Hasta sabemos que ya encargaron los chorizos para festejar.

 
Los flacos se habían desparramado por la oficina, que no cuenta con las comodidades como para tantos. Pero los pibes, felices, se sientan en el suelo. Qué envidia. En fin. Qué les puedo decir.
– ¿Qué es lo que se enteraron?
– Don Cosme Ciudadano, así le llaman, que vendría a ser el presidente del barrio de los truchos éstos, está en la transa con un par de concejales oficialistas. Son los tipos que manejan los fondos que se tendrían que dedicar al deporte, pero que ellos lo usan nada más que para el deporte de la ruleta. Tienen que ganar sí o sí el torneo porque así clasifican para el acenso, un circuito más concheto. O sea más guita para morder. Nos dijeron quién va a ser el árbitro. Cosa que no va, porque eso se tendría que sortear el día antes.
– ¿Quién es?
– Un sargento de la Policía. El chabón está federado en la AFA. Encima mide como dos metros. Nos enteramos por su hija que sale con uno de los nuestros. Algunos de los pibes querían hacer quilombo. O sea hacer la denuncia correspondiente. Para ir a los diarios no da, pero se pueden hacer pintadas en las paredes cerca de la canchita. Hasta que al canchero se le ocurrió que viniéramos a verte. Dice que vos sos el de los casos difíciles.
Si alguien te adula, uno se pone bien. Pero si el que te adula es un pibe de dieciséis, con toda la vida saliéndose por los ojos y el pelo sucio gritando libertad, no te queda más remedio que rejuvenecer de golpe un par de décadas. Yo diría cuatro décadas.
– Anotame los datos del referí cana. Y del Ciudadano, también. Estoy flojo de memoria.
Cobrar no les voy a cobrar nada. Pero si ganamos les voy a pedir un favor. Alguno de ustedes péguese una vuelta el viernes. Antes no, porque voy a estar concentrando. Es una broma. Y nos los invité con birra porque el alcohol no va con el fulbo.
– Se ve que hace mucho que no pasás por la canchita, Bodoque. ¿A quién se le ocurre llamarse así?
– Te estás comiendo una tarjeta roja de aquellas.



Como estoy inspirado, voy directo al hueso. Es decir, hoy viernes, voy a la Comisaría Tercera que es donde está asignado el sargento de marras. Dejo la Siambretta en la vereda. Como es zona de peligro la ato con la cadena. Entro. Huele a pis y desinfectante. Pregunto al del escritorio con menos pelos en la cara.
– ¿Está el sargento Meneses? – arriesgo.
– ¿Meneses, quién es Meneses?
– Uno de ustedes famoso por lo pesado. No, en serio, es un sargento que además se dedica al arbitrar partidos de fútbol. Le tengo una changa.
El lampiño policía me mira mitad enojado y mitad enojado. Difícil equilibrio. Finalmente se le pasa y dice:
– Ud. debe buscar el sargento Bravo. Ahora se lo llamo. Debe estar en el fondo.
Lo peor de una comisaría siempre está en el fondo. Lo sé por experiencia. Pero como ahora vivimos en democracia eso es cosa del pasado. Espero que de un pasado de por lo menos una semana.
El miliquito se manda al famoso fondo. Diez minutos largos como el arrepentimiento. Después aparece seguido por un yeti vestido de uniforme. El pito que le cuelga del cuello puede ser el deportivo o el otro. Ahora que lo pienso hace rato que no veo a un policía tocar el pito. Tampoco ayudar a cruzar la calle a una viejita. En fin.
– Sí, qué quiere. –el sargento tiene voz de árbitro.
– Charlar unos minutos con Ud. Tiene que ver con un partido.
– Espero que no sea un partido de los zurdos –se ríe con la mitad de la boca.
– Si se refiere a la política, yo soy trotskista, pero ahora no estoy ejerciendo. Más bien tiene que ver con un partido de balón pié. Mejor dicho con el árbitro de ese match, para no insistir en el equívoco.
– Viejo, no te entiendo una mierda. ¡Qué carajo querés! O sea qué hacés acá en esta comisaría.
– Pensé que te estaba siguiendo la corriente. Mirá, o mire, por las dudas. Necesito contratar a un árbitro que tenga chapa de AFA. Casados versus solteros de los ex trabajadores de la represa Piedra del Águila. Pagamos mil pesos. Penales aparte. No, en serio. Queremos que todo sea oficial, porque van a participar jetones de la vieja Hidronor, políticos de primera A y también de primera B, que siempre están por ascender. Ud. me entiende.
– Por mil mangos en una hora y media, entiendo cualquier pelotudez. ¿Cuándo y dónde?
– El domingo que viene. Nueve de la mañana. Piedra del Águila.
– O más tarde o más temprano. Tengo un compromiso a la una acá en Neuquén. No llego ni en pedo. – se pone a contar con los dedos como porongas – A ver… las nueve, las diez y media, tres horas de viaje. Puedo estar a la una y media. Puede ser. Otra cosa ¿quién te pasó mi nombre?
– Un ex gobernador. Como está viudo no puede jugar. Dijo que Ud. es especial. Me dijo que le dijera que no falte. Es más, que le va a mandar un taxi para usted solito.
– Lástima que no juegue. Siempre le puedo cobrar un penal a favor. ¿Y la guita?
– Allá.
El yeti uniformado me mira con asombro. No está muy convencido de lo que escucha. Pasan cinco segundos, que son utilizados para descartar cualquier variante de estafa. Es su tiempo límite de razonamiento. Puede más la confianza.
– Ustedes ponen los lineman. Que no sean muy maricones.
– Sí. Vamos a estar entre machos. El Domingo a las seis de la matina, acá.




El viernes a la noche caen los pibes, como quedamos. No quieren entrar por respeto. O porque no quieren no ser invitados con cerveza. Vienen de entrenamiento. La cosa viene en serio. Prefiero no descubrir mi juego, y los chamullo con generalidades. Invento algo que se me ocurre en ese momento: vendrá una delegación de la AFA de incógnito con potestad como para arbitrar al árbitro. Etcétera. Los chicos se muestran esperanzados. Será bueno para el rendimiento en la cancha.
– ¿Cómo le podemos pagar, Don Bodoque?
– Ya les dije. Si ganamos les voy a hacer un pedido.



Ese domingo todo arrancó bárbaro. Los chicos, y algunos padres de los chicos prepararon la cancha como si fuera el último partido. La cal derechita en las líneas. Las redes tensas atrás del arco. Banderines del córner de todos colores. Más tarde fue cayendo la hinchada. Los más jóvenes venían de la joda del sábado con ganas de seguirla. Los Vengadores se cambian desinhibidamente a la vista de todos. Aparecen las banderas. A las doce y media en punto cae el equipo contrario. Vienen en un cole varias estrellas que sin el menor pudor escracha su procedencia oficial. Bajan cambiados y peinados, camisetas y pantaloncitos para la foto. También lo hace su manager, el Ciudadano, excedido en su indumentaria deportiva. Una menos cuarto en punto ambos equipos empiezan a pelotear en la cancha recientemente regada. Yo estoy apoyado contra el fierro de un arco, haciéndome el salame. Una menos diez todo el mundo mira sus respectivos relojes: el arbitraje no aparece. Algunos otean calle abajo. Otros le dan a la comunicación inalámbrica. Hasta que aparece de la nada una combicita VW vestida de hippie. De ese mítico vehículo bajan tres ñatos vestidos de negro. No es posible que tuvieran rumbo al cementerio y se hayan bajado mal. No. Son los árbitros. Dos con banderines, otro con el pito en la boca y un cronómetro en la mano. Este último se manda al círculo central, levanta el brazo derecho, pega un pitido que perfora los tímpanos de medio mundo, y grita: “Box”. Después se corrige y vuelve a gritar, pero esta vez le sale: “Fútbol”.
Los dos equipos no saben bien qué hacer, hay como cuatro pelotas dando vueltas. Finalmente apelando al sentido común, queda una sola. Y empieza el partido. No lo voy a contar todo, porque aunque quisiera, no podría. Sería como querer contar un sueño. O una pesadilla. Un sueño por cómo jugaron los pibes. Una pesadilla por cómo arbitró mi amigo el Vasco Urrolaveitía, músico de profesión, y enemigo mortal de todo deporte. A los diez minutos los Vengadores del Afalto iban dos a cero en el marcador. Los otros no eran tan troncos como se pensaba. Pero le faltaba gol, y el arquero estaba dibujado. Mis pichones en cambio no sólo jugaban sino se divertían como locos. El Vasco dejó de hacer que corría a los veinte minutos y dirigió todo el partido parado en el medio de la cancha. Cuando el DT contrario se le fue al humo por un ful que no le cobró, el Vasco no tuvo mejor idea que echarlo de la cancha. Sólo que en vez de sacarle una tarjeta roja lo agarró del cogote. Lo que produjo un verdadero pandemonio entre la ficción. De acá y de allá. Se metió la policía. En medio del barullo un cabo le pregunta en voz baja al referí:
– ¿A vos te mandó el sargento Bravo como su reemplazo?
Cómo yo estaba cerca, ante la perplejidad del Vasco dije:
– El sargento Bravo es irremplazable. Éste es un preso que le debe favores.
– Pero…pero… a nosotros –debatiéndose entre un hincha y el centrojá de los nuestros que se querían sacudir – nos dijeron otra cosa.
– Cambio de planes. Ahora la orden es que gane el más mejor.
Y el mejor, evidentemente, jugados hasta los cuarenta minutos del segundo tiempo era los Vengadores del Afalto. Cinco a uno. Razón por la cual al Vasco Urrolaveitía, músico de profesión, se le ocurrió dar por finalizado el partido en ese momento. Cosa que, curiosamente, no levantó protestas ni de aquí ni de allá.
Con los chicos dando la vuelta olímpica, los contrarios, encabezados por un Ciudadano sacudido subiéndose al obnibus recién pintado, los vecinos destapando cervezas y otros ilícitos y un par de tiros al aire, porqué no reconocerlo, la jornada deportiva tocó a su fin. Probablemente el triunfo no fuera reconocido institucionalmente hablando, pero eso en ese momento no importaba a nadie. Preferí replegarme a mi morada, no vaya a ser cosa que a los pibes, en el delirio del festejo, se les ocurra levantarme en andas.



A las seis de esa mañana, frente a la entrada misma de la Comisaría Tercera del Barrio el Progreso, ciudad de Neuquén, capital de la provincia del mismo nombre, se producía el siguiente diálogo:
– ¿Sargento Bravo?
– El mismo que viste y calza.
– Lo de calzado está claro. Vengo a transportarlo hasta Piedra del Águila. Órdenes del jefe.
– Mucho jefe y muchas órdenes, pero me podían mandar un coche como la gente y no esta porquería.
– Se le habrá escapado. El dunita es todo terreno. Y da con el perfil bajo que es políticamente preferible.
– Esto de la política me tiene mareado. Mejor arranquemos que tengo que volver para el mediodía. La verdad es que no estaba seguro de que mandaran nada. Por lo menos voy a aprovechar para tirarme un sueñito. Avisame cuando lleguemos a Picún, así tomamos algo.
Siguió un viaje rutinario, con un Mudo Scanidua al volante del amarillo 47, y un sargento dormitando mal acomodado en el asiento de atrás. Pero no llegaron a Picún. Apenas recorrieron los setenta kilómetros hasta El Chocón. En ese punto el taxi giró a su izquierda, avanzó hasta el primer puesto de la gendarmería y frenó. Con el pasajero dormido Scaniadua charló unas breves palabras con un grandote enfundado en su uniforme verde oliva con gorrita visera haciendo juego. Después fue despertar al cliente, anunciarle que le habían encontrado marihuana en su bolso en un operativo de rutina. Que lamentablemente va tener que quedarse en la garita hasta que vengan mis superiores. Que soy sargento de la Policía. Precisamente. Peor. Es una trampa. Todos dicen lo mismo. Pasame mi celular que te comunico al toque. Lo lamento, está prohibido en el procedimiento. Que me está esperando el ex gobernador. No te creo, ése no está en un nivel tan bajo de merca.
Después fue demorarlo al yeti adentro de la garita y despedirse efusivamente del gendarme. Después de todo Scaniadua y él habían sido buenos compañeros en la construcción de la represa más grande del Limay.
– Al mediodía soltalo. – dijo el Mudo acelerando peligrosamente al dunita – te debo una.
– Yo te debo varias.



– Bueno, cual era el favor que quería que le hagamos.
– Que en cambio de Los Vengadores del Afalto se pasen a llamar Los Vengadores de Carlitos Fuentealba.
– Hecho.

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