La canchita está en el corazón del barrio. Fue creciendo de un
potrero, sin arcos ni límites claros. Se ensanchó, apareció
milagrosamente la cal, y un buen domingo de primavera, debutó como
cancha según las reglas del Marqués de Cantebury o alguien
parecido. O sea una cancha para once por lado, arcos de fierro y, en
torneo como la gente, con redes y todo.
Y referí.
Que de eso se trata este caso de Bodoque Fernández.
Los muchachos enfundados en sus camisetas a furiosas rayas negras,
blancas y rojas, pantaloncitos negros y botines color barro, se
apearon elásticos de una camioneta desastrosa frente a mi humilde
morada. Pensé en poner un cartelito que dijera “Descuentos por
grupo” pero de puro escéptico no lo hice. Éste era el caso.
– Che Bodoque –me grita el que seguro es el centrofobal (ignoro
si todavía ese puesto sigue donde debía) – nos podés atender,
tenemos un problema.
Son seis o siete pibes de entre quince y dieciocho años. Vienen de
la cancha y pareciera que se trajeron un pedazo cada uno. Están
sudorosos y exaltados.
– Muchachos, si es cosa de deporte sonamos. Nunca me llevé con las
pelotas. No sé ni jugar a las bolitas.
– Es el caso de un afano. –este debe ser el arquero, por la
pilcha de negro.
– Ya sé: perdieron siete a cero.
– No viejo, no ese tipo de afano.
– Les robaron las camisetas, las pelotas, qué sé yo, las
banderas.
– Tampoco.
– Se me terminaron las calidades del afano.
– Nos quieren afanar el campeonato. –finalmente el que habló es
el líder – el próximo domingo termina el torneo. Nosotros vamos a
la final contra los del barrio General Mosconi, que antes se llamaba
Villa Chupilca.
– ¿Quiénes somos nosotros?
– Los Vengadores del Afalto.
– ¿No es con “ese”?
– Para nosotros es Afalto, como suena. Es otra historia. Pero eso
no calienta. Lo que hoy nos enteramos posta posta, es que hay una
mano para chorearnos la copa. Porque que el domingo los que ganamos
somos nosotros, no hay otra. Los otros son troncos, llegaron
comprando partidos. Tenemos la precisa que van a poner a un árbitro
que nos va a tirar para atrás. Encima traen a la yuta para que no lo
reventemos a patadas. Está todo cocinado. Hasta sabemos que ya
encargaron los chorizos para festejar.
Los flacos se habían desparramado por la oficina, que no cuenta con
las comodidades como para tantos. Pero los pibes, felices, se sientan
en el suelo. Qué envidia. En fin. Qué les puedo decir.
– ¿Qué es lo que se enteraron?
– Don Cosme Ciudadano, así le llaman, que vendría a ser el
presidente del barrio de los truchos éstos, está en la transa con
un par de concejales oficialistas. Son los tipos que manejan los
fondos que se tendrían que dedicar al deporte, pero que ellos lo
usan nada más que para el deporte de la ruleta. Tienen que ganar sí
o sí el torneo porque así clasifican para el acenso, un circuito
más concheto. O sea más guita para morder. Nos dijeron quién va a
ser el árbitro. Cosa que no va, porque eso se tendría que sortear
el día antes.
– ¿Quién es?
– Un sargento de la Policía. El chabón está federado en la AFA.
Encima mide como dos metros. Nos enteramos por su hija que sale con
uno de los nuestros. Algunos de los pibes querían hacer quilombo. O
sea hacer la denuncia correspondiente. Para ir a los diarios no da,
pero se pueden hacer pintadas en las paredes cerca de la canchita.
Hasta que al canchero se le ocurrió que viniéramos a verte. Dice
que vos sos el de los casos difíciles.
Si alguien te adula, uno se pone bien. Pero si el que te adula es un
pibe de dieciséis, con toda la vida saliéndose por los ojos y el
pelo sucio gritando libertad, no te queda más remedio que
rejuvenecer de golpe un par de décadas. Yo diría cuatro décadas.
– Anotame los datos del referí cana. Y del Ciudadano, también.
Estoy flojo de memoria.
Cobrar no les voy a cobrar nada. Pero si ganamos les voy a pedir un
favor. Alguno de ustedes péguese una vuelta el viernes. Antes no,
porque voy a estar concentrando. Es una broma. Y nos los invité con
birra porque el alcohol no va con el fulbo.
– Se ve que hace mucho que no pasás por la canchita, Bodoque. ¿A
quién se le ocurre llamarse así?
– Te estás comiendo una tarjeta roja de aquellas.
Como estoy inspirado, voy directo al hueso. Es decir, hoy viernes,
voy a la Comisaría Tercera que es donde está asignado el sargento
de marras. Dejo la Siambretta en la vereda. Como es zona de peligro
la ato con la cadena. Entro. Huele a pis y desinfectante. Pregunto al
del escritorio con menos pelos en la cara.
– ¿Está el sargento Meneses? – arriesgo.
– ¿Meneses, quién es Meneses?
– Uno de ustedes famoso por lo pesado. No, en serio, es un sargento
que además se dedica al arbitrar partidos de fútbol. Le tengo una
changa.
El lampiño policía me mira mitad enojado y mitad enojado. Difícil
equilibrio. Finalmente se le pasa y dice:
– Ud. debe buscar el sargento Bravo. Ahora se lo llamo. Debe estar
en el fondo.
Lo peor de una comisaría siempre está en el fondo. Lo sé por
experiencia. Pero como ahora vivimos en democracia eso es cosa del
pasado. Espero que de un pasado de por lo menos una semana.
El miliquito se manda al famoso fondo. Diez minutos largos como el
arrepentimiento. Después aparece seguido por un yeti vestido de
uniforme. El pito que le cuelga del cuello puede ser el deportivo o
el otro. Ahora que lo pienso hace rato que no veo a un policía tocar
el pito. Tampoco ayudar a cruzar la calle a una viejita. En fin.
– Sí, qué quiere. –el sargento tiene voz de árbitro.
– Charlar unos minutos con Ud. Tiene que ver con un partido.
– Espero que no sea un partido de los zurdos –se ríe con la
mitad de la boca.
– Si se refiere a la política, yo soy trotskista, pero ahora no
estoy ejerciendo. Más bien tiene que ver con un partido de balón
pié. Mejor dicho con el árbitro de ese match, para no insistir en
el equívoco.
– Viejo, no te entiendo una mierda. ¡Qué carajo querés! O sea
qué hacés acá en esta comisaría.
– Pensé que te estaba siguiendo la corriente. Mirá, o mire, por
las dudas. Necesito contratar a un árbitro que tenga chapa de AFA.
Casados versus solteros de los ex trabajadores de la represa Piedra
del Águila. Pagamos mil pesos. Penales aparte. No, en serio.
Queremos que todo sea oficial, porque van a participar jetones de la
vieja Hidronor, políticos de primera A y también de primera B, que
siempre están por ascender. Ud. me entiende.
– Por mil mangos en una hora y media, entiendo cualquier pelotudez.
¿Cuándo y dónde?
– El domingo que viene. Nueve de la mañana. Piedra del Águila.
– O más tarde o más temprano. Tengo un compromiso a la una acá
en Neuquén. No llego ni en pedo. – se pone a contar con los dedos
como porongas – A ver… las nueve, las diez y media, tres horas
de viaje. Puedo estar a la una y media. Puede ser. Otra cosa ¿quién
te pasó mi nombre?
– Un ex gobernador. Como está viudo no puede jugar. Dijo que Ud.
es especial. Me dijo que le dijera que no falte. Es más, que le va a
mandar un taxi para usted solito.
– Lástima que no juegue. Siempre le puedo cobrar un penal a favor.
¿Y la guita?
– Allá.
El yeti uniformado me mira con asombro. No está muy convencido de lo
que escucha. Pasan cinco segundos, que son utilizados para descartar
cualquier variante de estafa. Es su tiempo límite de razonamiento.
Puede más la confianza.
– Ustedes ponen los lineman. Que no sean muy maricones.
– Sí. Vamos a estar entre machos. El Domingo a las seis de la
matina, acá.
El viernes a la noche caen los pibes, como quedamos. No quieren
entrar por respeto. O porque no quieren no ser invitados con cerveza.
Vienen de entrenamiento. La cosa viene en serio. Prefiero no
descubrir mi juego, y los chamullo con generalidades. Invento algo
que se me ocurre en ese momento: vendrá una delegación de la AFA de
incógnito con potestad como para arbitrar al árbitro. Etcétera.
Los chicos se muestran esperanzados. Será bueno para el rendimiento
en la cancha.
– ¿Cómo le podemos pagar, Don Bodoque?
– Ya les dije. Si ganamos les voy a hacer un pedido.
Ese domingo todo arrancó bárbaro. Los chicos, y algunos padres de
los chicos prepararon la cancha como si fuera el último partido. La
cal derechita en las líneas. Las redes tensas atrás del arco.
Banderines del córner de todos colores. Más tarde fue cayendo la
hinchada. Los más jóvenes venían de la joda del sábado con ganas
de seguirla. Los Vengadores se cambian desinhibidamente a la vista de
todos. Aparecen las banderas. A las doce y media en punto cae el
equipo contrario. Vienen en un cole varias estrellas que sin el menor
pudor escracha su procedencia oficial. Bajan cambiados y peinados,
camisetas y pantaloncitos para la foto. También lo hace su manager,
el Ciudadano, excedido en su indumentaria deportiva. Una menos cuarto
en punto ambos equipos empiezan a pelotear en la cancha recientemente
regada. Yo estoy apoyado contra el fierro de un arco, haciéndome el
salame. Una menos diez todo el mundo mira sus respectivos relojes: el
arbitraje no aparece. Algunos otean calle abajo. Otros le dan a la
comunicación inalámbrica. Hasta que aparece de la nada una
combicita VW vestida de hippie. De ese mítico vehículo bajan tres
ñatos vestidos de negro. No es posible que tuvieran rumbo al
cementerio y se hayan bajado mal. No. Son los árbitros. Dos con
banderines, otro con el pito en la boca y un cronómetro en la mano.
Este último se manda al círculo central, levanta el brazo derecho,
pega un pitido que perfora los tímpanos de medio mundo, y grita:
“Box”. Después se corrige y vuelve a gritar, pero esta vez le
sale: “Fútbol”.
Los dos equipos no saben bien qué hacer, hay como cuatro pelotas
dando vueltas. Finalmente apelando al sentido común, queda una sola.
Y empieza el partido. No lo voy a contar todo, porque aunque
quisiera, no podría. Sería como querer contar un sueño. O una
pesadilla. Un sueño por cómo jugaron los pibes. Una pesadilla por
cómo arbitró mi amigo el Vasco Urrolaveitía, músico de profesión,
y enemigo mortal de todo deporte. A los diez minutos los Vengadores
del Afalto iban dos a cero en el marcador. Los otros no eran tan
troncos como se pensaba. Pero le faltaba gol, y el arquero estaba
dibujado. Mis pichones en cambio no sólo jugaban sino se divertían
como locos. El Vasco dejó de hacer que corría a los veinte minutos
y dirigió todo el partido parado en el medio de la cancha. Cuando el
DT contrario se le fue al humo por un ful que no le cobró, el Vasco
no tuvo mejor idea que echarlo de la cancha. Sólo que en vez de
sacarle una tarjeta roja lo agarró del cogote. Lo que produjo un
verdadero pandemonio entre la ficción. De acá y de allá. Se metió
la policía. En medio del barullo un cabo le pregunta en voz baja al
referí:
– ¿A vos te mandó el sargento Bravo como su reemplazo?
Cómo yo estaba cerca, ante la perplejidad del Vasco dije:
– El sargento Bravo es irremplazable. Éste es un preso que le debe
favores.
– Pero…pero… a nosotros –debatiéndose entre un hincha y el
centrojá de los nuestros que se querían sacudir – nos dijeron
otra cosa.
– Cambio de planes. Ahora la orden es que gane el más mejor.
Y el mejor, evidentemente, jugados hasta los cuarenta minutos del
segundo tiempo era los Vengadores del Afalto. Cinco a uno. Razón por
la cual al Vasco Urrolaveitía, músico de profesión, se le ocurrió
dar por finalizado el partido en ese momento. Cosa que, curiosamente,
no levantó protestas ni de aquí ni de allá.
Con los chicos dando la vuelta olímpica, los contrarios, encabezados
por un Ciudadano sacudido subiéndose al obnibus recién pintado, los
vecinos destapando cervezas y otros ilícitos y un par de tiros al
aire, porqué no reconocerlo, la jornada deportiva tocó a su fin.
Probablemente el triunfo no fuera reconocido institucionalmente
hablando, pero eso en ese momento no importaba a nadie. Preferí
replegarme a mi morada, no vaya a ser cosa que a los pibes, en el
delirio del festejo, se les ocurra levantarme en andas.
A las seis de esa mañana, frente a la entrada misma de la Comisaría
Tercera del Barrio el Progreso, ciudad de Neuquén, capital de la
provincia del mismo nombre, se producía el siguiente diálogo:
– ¿Sargento Bravo?
– El mismo que viste y calza.
– Lo de calzado está claro. Vengo a transportarlo hasta Piedra del
Águila. Órdenes del jefe.
– Mucho jefe y muchas órdenes, pero me podían mandar un coche
como la gente y no esta porquería.
– Se le habrá escapado. El dunita es todo terreno. Y da con el
perfil bajo que es políticamente preferible.
– Esto de la política me tiene mareado. Mejor arranquemos que
tengo que volver para el mediodía. La verdad es que no estaba seguro
de que mandaran nada. Por lo menos voy a aprovechar para tirarme un
sueñito. Avisame cuando lleguemos a Picún, así tomamos algo.
Siguió un viaje rutinario, con un Mudo Scanidua al volante del
amarillo 47, y un sargento dormitando mal acomodado en el asiento de
atrás. Pero no llegaron a Picún. Apenas recorrieron los setenta
kilómetros hasta El Chocón. En ese punto el taxi giró a su
izquierda, avanzó hasta el primer puesto de la gendarmería y frenó.
Con el pasajero dormido Scaniadua charló unas breves palabras con un
grandote enfundado en su uniforme verde oliva con gorrita visera
haciendo juego. Después fue despertar al cliente, anunciarle que le
habían encontrado marihuana en su bolso en un operativo de rutina.
Que lamentablemente va tener que quedarse en la garita hasta que
vengan mis superiores. Que soy sargento de la Policía. Precisamente.
Peor. Es una trampa. Todos dicen lo mismo. Pasame mi celular que te
comunico al toque. Lo lamento, está prohibido en el procedimiento.
Que me está esperando el ex gobernador. No te creo, ése no está en
un nivel tan bajo de merca.
Después fue demorarlo al yeti adentro de la garita y despedirse
efusivamente del gendarme. Después de todo Scaniadua y él habían
sido buenos compañeros en la construcción de la represa más grande
del Limay.
– Al mediodía soltalo. – dijo el Mudo acelerando peligrosamente
al dunita – te debo una.
– Yo te debo varias.
– Bueno, cual era el favor que quería que le hagamos.
– Que en cambio de Los Vengadores del Afalto se pasen a llamar Los
Vengadores de Carlitos Fuentealba.
– Hecho.
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