viernes, 23 de noviembre de 2012

Bodoque y el género de la violencia

Son dos chicas en guardapolvo paradas en frente de casa. Creo reconocerlas de la escuela del barrio. Una es alta y flaca, la otra baja y gordita. No se deciden a llamar. No deben encontrar el cartelito que dice: “Golpee las manos, el timbre se lo debo”. Algo como para llamar la atención. Les doy una mano y salgo a la calle. Este mes vengo medio muerto. Una changuita no me vendría mal.
Por José Chiquito Moya

– Lindo día –abro el diálogo por vía neutra, que siempre da resultado.
– Lindo para unos, feo para otros. –contesta la flaca con voz filosa. Su compañera mira el piso de tierra como si buscara algo que se le perdió el año pasado – ¿Ud. es el famoso Bodoque? –hace un esfuerzo para no reírse pero fracasa.
– Lo de famoso está por verse. Pero mientras dé alegría está bien.
– Bueno, alegría, lo que se dice alegría…–esta vez habla la bajita todavía sin levantar su rostro al diálogo – Me parece que esta niña se ríe de nerviosa.
Pienso que algo no está funcionando, pero tardo en descifrarlo. Recién caigo cuando la chica finalmente decide mirarme.
El ojo derecho amoratado no pertenece a un disfraz colegial. Es violáceo, negro, rojo y amarillo en círculos concéntricos alrededor de un ojazo que va a sobrevivir. Debió estar más hinchado.
– Hay que tener cuidado en los recreos, nena.
– ¡Otra que recreo, Don! A la Seño Marcela le pegaron una flor de piña. ¡Y no fue en la escuela! –la flaca enguardapolvada ya no se reía más.
Tardo en precisar que la que parece alumna es la maestra y la que parece maestra es la alumna. Gano tiempo extra invitándolas a mi oficina. Cosa que terminan aceptando. No puedo invitarlas con cerveza por lo temprano de la hora. Tengo que reconocer que este tipo de caso me pone un poco nervioso. Mejor ceder la iniciativa. Se los digo con la mirada. Y funciona. La alumna toma la palabra un tanto linealmente.
– Pasó que hoy la seño no entró en la primera hora. En la segunda tampoco entraba y los chicos tiraban todo por la ventana. Hasta que vino la dire con la seño de la mano y nos la mostró. Y nos dijo, nos preguntó: ¿A Uds. niños les parece que esto está bien? Nooooo dijimos todos los de sexto que es donde estamos este año. Noooo señora directora. ¿Qué pasóoooo? Acá la señorita Marcela se los va a explicar –dijo la dire – Tardamos un poco pero terminamos pensando que esto era lo mejor. Ahora los dejo con su seño. Cerró la puerta del grado y se fue.
– ¿Y?
– Cómo Y. –en este caso la que reaccionaba era la damnificada –. Les expliqué a los chicos simplemente la verdad, que es por lo que vengo remando desde años, digo, acercarnos a la verdad. Les dije: me pegó mi marido. Nos casamos hace cinco años. Y no es la primera vez. Sí la vez que se nota tanto. Quise venir a la escuela y no borrarme como antes. No sé, estoy harta. Los chicos se quedaron duros como piedras. Tendría que darles noticias como ésta más seguido para tenerlos callados cinco minutos.
– ¿Y?
– Veo que no es muy bueno para el diálogo. Después que pasó lo peor, los pibes se pusieron como locos. Un grupo quería salir del colegio directamente a asesinarlo. Otro, más moderado –la flaquita levantó la mano – quería ir a los jueces para que lo metan preso. Y un tercer grupo no decía nada. Fue el que más me interesó. Cuando logré que hablaran, dijeron: pero Ud. seño algo le habrá hecho; en mi casa también le pegan a mi vieja y está todo bien, a mí si me agarran, porque casi siempre me escapo corriendo; si se arrepiente tiene que perdonarlo; etc. Me lo decían por lo bajo porque sino se armaba una tremolina de aquellas. Aproveché para hacer una experiencia del uso de las herramientas democráticas.
– Los sacó en manifestación por el barrio.
– No, aparato. Votamos. Se hicieron varias mociones que anoté en el pizarrón y votamos.
– ¿Cuál ganó?
– El escrache. Mañana a las doce del mediodía, vamos a escrachar al hijo de puta. Con perdón de la palabra. Y necesitamos que nos dé una mano. Por eso estamos acá. Nos dijeron que cobra pero sólo le podemos pagar en especies.
– Orégano, pimienta y esas cosas.
– Especies, no especias, sonso. Le podemos pagar con una cantata del coro de la 197 en el momento y lugar que Ud. disponga.
– Hecho. Pero voy a querer de Los Beatles.
 A las once y media en punto nos encontramos en el medio de la plaza. Parecía un acto patriótico. Sólo faltaba cantar el himno. Los pibes de sexto, más un par de colados que nunca faltan, rigurosamente vestidos de blanco escolar, tenían ganas de formar, pero no les salía. Falta de dirección, que le llaman. Porque la seño Marcela estaba totalmente concentrada en identificar a la víctima, esto es a su todavía pareja marital. El mismo que trabaja en las modernas oficinas del diario más antiguo de la Patagonia.
Sabíamos que al mediodía el sujeto salía a tomar un cafecito a la plaza de marras. Lo hacía con sus compañeros/as de laburo onda gasolera. El operativo consistía en rodear al ñato por todos lados y que no escape. Los chicos les dirían un par de cosas por el megáfono que nos prestó la cooperadora escolar. Marcela sólo posaría tipo estatua viviente, con el ojo en compota, y un cartel que le colgaba del cuello que dice: “La violencia contra la mujer es delito de lesa humanidad”. Yo la jugaba de líbero, tratando de atajar ciertas contingencias previsibles. A saber: el tipo se raya y la emprende a trompadas y patadas contra todo el mundo; la policía, que vive enfrente, acude presurosa a salvaguardar al individuo fiel seguidor de su ejemplo ejemplificador; algún retobado se siente identificado con el golpeador y se pone a golpear; y varias otras de parecido perfil. Razón por la cual estoy vestido de estricto sport, cosa de entrar en la cancha en cualquier momento.
A las doce en punto se abren las puertas de la oficina editorial. Empieza a salir un grupo de personas. A las doce y un minuto por la calle Ministro González aparece una columna con carteles individuales y banderas de colores. La mayoría es gente grande, bien vestida, que portan elementos para hacer ruido, del tipo de cacerolas, tapas de cacerolas, cucharones y otros utensilios, no necesariamente en desuso, no se sabe bien porque, todos relacionados con la comida. Y hacen, efectivamente algo de ruido, no mucho. Pero sobre todo no el ruido de esos bombos mersas a que son afectos los sindicatos y el pobrerío en general. Se trata de unas cien personas, con pinta de desorganizadas y pequeños corrillos con gran autonomía. Desde ahí se entonan cánticos sin mucha rima. Del tipo de: “Queremos preguntar” “queremos viajar” “queremos comprar dólares” “queremos no reelegir”. Hay otros pero, como soy un poco chapado a la antigua, no voy a reproducir por lo nada respetuosos, sobre todo con la humanidad de la presidenta. La columna caminante se instala frente al edificio. Del que salen ahora un par de cámaras que al parecer los estaban esperando. Los que estaban a punto de tomar su refrigerio, o bien se sumaron al reclamo general, o bien metieron violín en bolsa y se replegaron atroden. Gran fracaso del escrache. Un poco más y los escrachados somos nosotros. Nos miramos con la seño Marcela y un par de pibes, nos encogemos de hombros, y pegamos la vuelta, no sea cosa que nos pidan que nos sumemos y salgamos por la tele con este zócalo: “Los niños y sus maestros también luchan en defensa de la libertad de prensa”.
– Chicos, plan B.
Antes de borrarnos quiero comprobar una teoría. Me le acerco a un flaco con pinta de recién levantado de la siesta. Se había tirado todo el ropero encima.
– ¿Sr., exactamente para qué están acá?
– Para agarrarla del cogote a la yegua. En mi caso, para cagarla bien a trompadas. Es como se corrigen las mujeres.
Espero que la seño Marcela no escuche esto pero me equivoco. Se baja los anteojos de sol tipo Isabelita y lo mira de frente al cacerolero y le dice:
– Y que te quede un trabajo más o menos como éste.
Me preparo para intervenir, porque preveo un desenlace picante. Marcela tiene los puñitos crispados y la espalda encorvada como si fuera a saltarle encima. El tipo la mira, me mira, retrocede un par de pasos, titubeante, da media vuelta y sale corriendo. Gritando: “No tenemos miedo, no tenemos miedo”.
 Plan B. Domingo a la tarde. Grandes cines del alto. Un nutrido grupo de escolares hace cola en forma extrañamente disciplinada en el hall principal. Esperan ingresar a una función, para la que han sido autorizados vía una nota expresamente extendida por una autoridad provincial de irreconocible firma y sello pero con una fachada oficial que convence al más escéptico. Total, a esa película no viene nadie.
Al momento de entrar de dos en fondo, los adultos a cargo, o sea la seño Marcela y yo, Bodoque Fernández, detective de barrio, nos hacemos ridículas señas con la cara. Queremos decirnos que va todo bien, y que en vez de entrar a nuestra aburrida película vayamos a lo nuestro. Que es donde dan el best seller del mes: James Bond sobrevive, o algo parecido. Un mínimo de inteligencia me permitió saber que para esa premier se habían distribuido entradas de promoción para el periodismo local. Dato que venía a completarse con el aporte desinteresado de Marcela: 007 era el ídolo máximo de su marido. Mano dura con las mujeres. Hacemos nuestro desvío bastante bien. Entramos. Las luces apenas se están apagando. Y empieza la función.
– Señoras y señores –la voz del pibe más ronco de sexto grado se multiplica por el megáfono – señoras y señores, su atención, su atención. En esta sala, sentado en la butaca…en la butaca…–Marcela le acerca un papel con la ubicación exacta –F 12, sí F 12, está el señor Ortubio Jiménez.
En ese momento unas diez linternas entre poderosas y lamentables, inician la búsqueda del sujeto. Lo encuentran en seguida. Y lo apuntan con puntería. A todo esto los guardias de seguridad del cine alertados de un desacato en masa, quieren ingresar a la sala. No se puede. Del lado de adentro un grandote, medio viejo y pelado, se lo impide con una cadena de bicicleta perfectamente dispuesta entre las dos hojas. Lo vi en una película. Ahora son varios los chicos que gritan al unísono. Lo deben haber practicado. La voz infantil, afilada, corta el silencio de la sala.
– Este señor es un golpeador. Le pega a nuestra maestra seño Marcela. Cuatro, cinco veces. Le deja el ojo negro. Eso está muy mal. Muy mal. La mujer es igual que el hombre. Y la violencia se tiene que acabar.
Repiten a coro el estribillo. Cinco, seis veces. Las luces del cine retornan a pleno. Pero el tipo sigue igualmente iluminado por las pequeñas luciérnagas. Paralizado, verde, pálido. Solo. Las personas más cercanas comienzan a levantarse y alejarse. Una señora entrada en años se le acerca. Le dice algo fuerte que no llega a entenderse. Se da media vuelta, se arrepiente, vuelve y le tira un carterazo con poco éxito. Desde la alta platea alguien arroja un gran balde de pochocho, con muchos pochochos adentro. Le pega en el hombro con sordo estrépito. Falta la coca. No, no falta. Ahora le llueve de dos puntos distintos. En fin.
Todo es un bochorno. Estoy a punto de arrepentirme. No la diviso a Marcela pero estoy seguro que debe estar sintiendo el mismo pinchazo que yo. Peor.
Finalmente la puerta doble cede. Pero son más los que nos precipitamos afuera de los que se precipitan adentro. Caos total. Ganancia para el pescador. Salimos todos juntos, silbando bajito, en gran despliegue táctico.
Estúpidamente me la acerco a Marcela en lo que podría llamarse: Onda consuelo. Erróneo pronóstico.
– ¡Genial, Bodoque, salió genial!! ¿Cuándo repetimos, eh, cuándo repetimos? Esperemos que no se le dé por mudarse.
El mundo está cada vez más enloquecido.
Ahora son las ocho de la tarde, hora ensoñadora si la hay. He vuelto a instalar mi oficina debajo del sauce. La cerveza a punto, el salamín del barrio muy presentable. Una novela a mano espera que le meta el diente. La Negra, adentro preparando la comida. ¿Quién dijo que la felicidad es difícil de definir?
Es cuando me llega los primeros acordes del coro. Por de dónde viene debe estar arriba de la bardita. Salgo, y escucho.
No. No son los Beatles. No es Yesterday. Pero la cumbia tiene lo suyo. Siempre lo debe haber tenido.

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